Es frecuente repetir que el sentido común es el menos común de los sentidos. Por lo que he contemplado en el comportamiento de múltiples personas y organizaciones suscribo la afirmación.
La vida cuenta con determinadas claves que, al ser respetadas, permiten dirigirse prudentemente hacia el equilibrio en el que -¡con tanta prudencia!- situaba Aristóteles (Ética a Nicómaco, LID) la meta hacia la que dirigirse. Equilibrio que ha de ser, por más detalles, armónico.
La ambición, por apuntar un ejemplo, es buena, porque estimula el ansia de cada persona por marcarse nuevos retos. Cuando la ambición se torna desidia, en un extremo, o codicia, en el otro, los daños son profundos para la persona y para su entorno.
El anhelo de libertad es fructífero, pero cuando alguien la esgrime para no aceptar el cumplimiento de normas justas está conduciendo a su organización y a sí mismo hacia el derrumbadero. Las instituciones razonablemente diseñadas defienden al ser humano de una diabólica tendencia auto destructiva. Saltarse a la torera esas barreras se torna mero desastre por mucho que se disfrace de creatividad e iniciativa.
El ascenso en una organización, independientemente de su tamaño, si falta mesura –tanto racional, como afectiva- va acercando a las personas hacia la paranoia. El fanatismo de quienes creen que han encontrado soluciones para todo es una manifestación de aquello que los griegos denominaban hibris: la condena a la desmesura con que los dioses griegos condenaba para cegar a quienes se habían dejado arrastrar por la jactancia.
El verdadero sentido común reclama visión global del trabajo, de la existencia, de la función de cada uno dentro de la organización. Es propio de los prepotentes que ya en los principios crean que el planeta –determinada organización- surgió cuando él llegó, y que está en condiciones de plantear todo de forma radicalmente novedosa y diversa.
Pasarse la vida aprendiendo es el primer paso para mantener el juicio. Algunos denominan a esta actitud humildad. Sea cual sea el modo de designarla todos apreciamos la diferencia entre un dirigente que cree contar con todas las soluciones y quienes (obviamente, los más valiosos) dudan y se informan antes de decidir.
Seleccionar bien las batallas en las que uno se implica es manifestación de talento, e instrumento para permanecer en él. Qui fecit nimis fecit nihil resume con concisión y brillantez el latín: quien se embarca en demasiadas aventuras es imposible que atienda a todo. Dicho de otro modo: mucho y bien el pájaro no vuela.
En el trabajo que a cada uno nos ocupe deberíamos aplicarnos el age quod agis: haz lo que debes hacer, más que dedicarse a descalificar lo que otros ejecutaron.
Mocosos repletos de palabrería que pretenden reinventar la rueda en un puesto directivo son cantos a la mediocridad. Sólo merecerían un irónica sonrisa si no fuese por el daño que inducen hasta que son relevados o hasta que alcanzan madurez.