François La Rochefoucauld nació el 15 de septiembre de 1613 en París. Era vástago de una familia noble. A los 15 años maridó con Andrée de Vivonne, junto a quien engendrará ocho hijos. Fue comandante en el regimiento de Aubernia, realizando su primera campaña en Italia. Un rocambolesco complot para secuestrar a la reina le valió una semana de prisión en la Bastilla y un exilio de dos años en Verteuil.
Recuperó el favor real, pero nunca volvió a ser bien visto en la corte. En 1664 fue publicada en Holanda una edición clandestina de sus famosas Máximas. Tras padecer de gota durante dos décadas, murió en París el 16 de marzo de 1680.
Son múltiples las enseñanzas para el gobierno de personas y organizaciones que pueden extraerse de esa obra. La primera hace referencia a la necesidad de aprender a controlar la lengua: “la verdadera elocuencia consiste en decir todo lo preciso, y en no decir sino lo preciso”. Y recapitula con una pregunta universalmente válida: “¿cómo pretendemos que otro guarde nuestro secreto, si no podemos guardarlo nosotros mismos?”.
Frente a la paralización de los diversos modelos colectivistas, recuerda que es la libertad el motor esencial del obrar humano: “el interés pone en práctica toda clase de virtudes y vicios”. Frente a actitudes frívolas a la hora que juzgar a los demás, denuncia que “la prontitud en creer lo malo sin haberlo examinado es efecto del orgullo y la pereza. Se quiere encontrar culpables, y no se desea tomar el trabajo de examinar los crímenes”.
El feedback 360 es siempre un imperativo, porque “si la vanidad no trastoca enteramente las virtudes, al menos las quebranta todas”, ya que “no hay hombre lo bastante hábil para conocer todo el mal que hace”. E ironiza acertadamente que “si hay hombres que nunca han parecido ridículos, es porque no se ha buscado bien”.
La jactancia ciega tanto que “no nos atrevemos a decir en general que no tenemos defectos, y que nuestros enemigos no tienen buenas cualidades, pero en realidad no estamos demasiado lejos de pensarlo”. En su siglo, como en el presente, los comportamientos de las nuevas generaciones son objeto de crítica por parte de los ya maduros: “la mayoría de los jóvenes -escribe- creen ser naturales, cuando no son sino mal educados y groseros”.
Es esencial formar las actitudes, para aprender a surfear adecuadamente sobre las inevitables incertidumbres, ya que “los bienes y los males que nos ocurren no nos afectan según su tamaño, sino según nuestra sensibilidad”.
El trabajo en equipo es imprescindible, porque “se puede ser más listo que otro, pero no más listo que todos los otros”. Pero ¡cuidado con los hiperactivos!: “no hay nadie que hostigue tanto a los demás como los perezosos una vez que han satisfecho su pereza, con el fin de parecer diligentes”.
Empatizar no es un capricho, ya que “mientras amamos, perdonamos”. Los ascensos deberían ser progresivos: “cuando lo fortuna nos sorprende otorgándonos un gran puesto sin habernos conducido a él gradualmente, o sin que nos hayamos alzado a él por nuestros méritos, es casi imposible desempeñarse bien en él, y parecer digno de ocuparlo”.
Como explico con detalle en Liderar en un mundo imperfecto, hay que ir desarrollándose interiormente, con paciencia, porque “poca gente sabe ser vieja” y “las pasiones de la juventud no son más contrarias a la salvación que la tibieza de los viejos”. Madurar como persona reclama recordar que “la sabiduría es al alma lo que la salud es para el cuerpo”. ¡Hay que mimar espíritu y músculos para aportar frutos valiosos a los demás!