«Siempre es inútil restablecer la normalidad; la «normalidad» es solo la realidad de ayer. El trabajo no consiste en imponer la normalidad de ayer en un hoy cambiado; sino en cambiar la organización, sus comportamientos, sus actitudes y sus expectativas para adaptarse a las nuevas realidades».
Peter Drucker
De aquellos barros, estos lodos
Hace poco más de un año, el experto en efectividad Jordi Fortuny ya adelantaba lo que ahora está pasando. En su artículo El trabajo híbrido y la culpa virtual, describía esta última como «la preocupación que sienten las personas porque sus responsables o colegas piensen que no están realmente trabajando si no pueden contactar con ellas al instante». También cuestionaba la utilidad real de medidas como parar los servidores de correo electrónico al final de la jornada laboral, afirmando —premonitoriamente— que el problema iba a ir a más.
Y estaba en lo cierto. A finales de septiembre, Microsoft publicaba un estudio realizado sobre 20.000 personas en 11 países cuyos resultados son, cuando menos, llamativos. El 87% de las personas encuestadas afirman ser productivas trabajando en remoto, cifra coherente con otras obtenidas mediante diversos indicadores de la compañía, así como con las tendencias de empleo de LinkedIn.
Paradójicamente, solo el 12% de sus superiores declara tener plena confianza en que esto sea realmente así.
Superar la paranoia de la productividad
Como afirmaba días después Satya Nadella, CEO de Microsoft, en una entrevista de la BBC, «las organizaciones deben superar la paranoia de la productividad».
La desconfianza hacia el trabajo remoto está propiciando iniciativas tan absurdas y anacrónicas como la monitorización. ¿En serio?, ¿cómo es posible que, a estas alturas, alguien siga creyendo que la productividad del trabajo del conocimiento depende de las horas que echas delante de una pantalla?
El problema con este regreso al pasado es —como acertadamente destacaba Nadella— que propicia la activación de lo que él llama el teatro de la productividad, ese viejo pacto de incompetencia en el que una parte de la organización echa muchas horas fingiendo que trabaja y la otra parte finge que se lo cree.
Efectivamente, me estoy refiriendo al presentismo digital, ese virus —al que podríamos referirnos como COVID–19 laboral— con el que hemos logrado infectar al trabajo remoto.
Amenazando el futuro
Hay una poderosa razón para invertir el esfuerzo necesario en solucionar esta situación: «matar» el trabajo remoto es suicida, porque es matar nuestro futuro, un futuro que, además de remoto, será asíncrono.
El que se estén replicando en el mundo virtual las mismas disfunciones que ya existían en el presencial debería hacernos pensar, porque nos está diciendo que el problema va más allá de si teletrabajar es mejor o peor que ir a la oficina. El verdadero problema, lo que realmente debería preocuparnos, es la grave crisis de desconfianza que estas dinámicas ponen al descubierto.
Se supone que, en una organización, todas las personas reman juntas en la misma dirección. Digo «se supone» porque esta suposición difícilmente casa con la desconfianza. Una desconfianza observable a nivel macro que, en mi opinión como profesional de la efectividad, tiene sus raíces en otra desconfianza a nivel micro, todavía más grave y preocupante, como explicaba en mi artículo para GlocalThinking ¿Aceptamos la desconfianza como el nuevo estándar?
Todos los problemas tienen solución
Afortunadamente, este problema también tiene solución. Por una parte, trabajando en el desarrollo de las personas con responsabilidades de gestión de equipos. Uno de los motivos por los que surge la desconfianza es la dificultad para medir la contribución de las personas.
En el entorno presencial, se infiere —erróneamente— que la gente contribuye porque se la ve trabajando. Esta inferencia, por ridícula que sea, actúa como un tranquilizador placebo. Cuando esto desaparece, la desconfianza se dispara.
Las personas que gestionan equipos necesitan aprender a establecer resultados y a medirlos, a obtener y analizar indicadores de seguimiento y, sobre todo, a mantener una conversación abierta, regular y fluida con las personas de sus equipos. Esto es indispensable, porque cuando este tipo de conversaciones falta en las organizaciones, es imposible la confianza.
Por su parte, el resto de la organización también necesita madurar, como personas y como profesionales. Sigue habiendo un exceso de infantilismo en el mundo laboral. Detrás del presentismo —presencial o digital— suele ser más frecuente encontrar a personas inseguras y poco asertivas que perezosas.
Necesitan aprender a decir no, para lo cual antes necesitan saber todo lo que tienen entre manos, lo que pueden abarcar y lo que no. Para poder hacer lo relevante, antes es imprescindible decidir qué vas a dejar sin hacer. Enfocarse en lo relevante es clave porque, cuando alguien contribuye de verdad, la necesidad de fingir se desvanece.
Y, por supuesto, las conversaciones son al menos cosa de dos. La responsabilidad de que el canal esté permanentemente abierto y su caudal fluya de manera efectiva es una responsabilidad compartida.
Hay que tomarse esto en serio o, de lo contrario, seguiremos perpetuando los mismos errores una y otra vez, en un juego absurdo en el que todo el mundo sale perdiendo.