La asignatura más ardua en la existencia en general y en lo profesional en particular es aprender a vivir. Se trata de una ciencia peliaguda de asimilar, porque precisa del devenir y de una correcta actitud personal. Como bien escribiera Romano Guardini, hay lecciones que nadie puede trasladar, únicamente la experiencia consiente alcanzarlas. Entre otras, y en su sentido más profundo y pleno: el sufrimiento, la contradicción, el éxito, el fracaso, la traición, el amor…
Desde antes de la adolescencia advertimos el colosal peso del yo. Comportamientos de otros –tanto ancestros como coetáneos- son percibidos como insuficientemente sabios: los demás no habrían sabido apreciar las oportunidades que proporciona el vivir. Cada cual cree descubrir de forma radicalmente novedosa lo que va vislumbrando, particularmente por lo que a los sentimientos se refiere. Se proclama con los hechos, si no con las palabras, y en cualquier caso de forma reiterada ese ‘¡yo!’ ‘¡yo!’ que encabeza estas líneas. Casi siempre se experimenta con fuerza esa impresión en los primeros compases de un cambio profesional. Si no se modera la jactancia, los estrenos pueden estar atiborrados de roces con colegas.
Transcurrido un periodo de tiempo, desembarcan las decepciones. Por mucho que se anhele, agradar a todos, en todo, todo el tiempo, es quimérico. Surgen los brotes del desconcierto. La gente no era tan estupenda como en un periodo inicial se juzgaba. Como por ensalmo, en el comportamiento de algunos con quienes interrelacionamos avizoramos egoísmo con brutal crudeza. No pasan demasiados lustros antes de que bastantes profesionales se despeñen hacia el ¡yo, ya!
Se corre el grave riesgo de que las ansias de un mundo mejor sean abruptamente suplantadas por la aspiración –si se llegó a las estribaciones de la cima que se ansiaba- de que nadie se empeñe en transformar las coordenadas en las que hemos encontrado acomodo.
Se aproxima entonces de forma peligrosa una tercera etapa, que he denominado del «¡ya!, ¡ya!». Independientemente de la edad cronológica, se extiende el cinismo, patología que defino como la enfermedad propia de quien asegura que la esperanza es lo último que se perdió…
El mayor reto para un profesional en sus inaugurales armas es matizar la jactancia propia de aquel a quien en los iniciales tiempos le fue bien, prescindiendo de que sea por apellido, por titulación, por esfuerzo o sencillamente por suerte.
En la segunda fase, la empatía contribuye a disminuir la insana ironía que desmonta ilusiones en quienes rondan al profesional que está de vuelta (a veces sin haber ido…).
En la tercera, hay que recordar que no es sensato despreciar a quienes comienzan con las misma ínfulas que uno tuvo en sus primicias. Como señalaban los clásicos, sic vita, mors ita: se muere como se vive. O de otro modo: se envejece como se vive. La bondad o la amargura de quienes avanzan hacia sus últimos lustros, profesionales o vitales, no se cosecha en esos momentos, sino desde los inicios del proyecto más importante que cada uno de nosotros tenemos: el de nuestra vida completa.
Los directores de recursos humanos, y en general cualquiera que tenga mando en plaza, no han de dejarse atrapar ni por el engreimiento, ni por el sarcasmo, ni por el desencanto.
Aprender a vivir, y desarrollarse profesionalmente sano, demanda respetar los tiempos de los demás. Esta enseñanza es compleja, porque exhorta a evitar lo que no consentimos para nosotros: ¡no hemos de obstinarnos en vivirles la vida a los demás! Contribuir al desarrollo de colegas, subordinados o superiores es una de las mayores satisfacciones de quien, al cabo, podrá proclamar: ‘confieso que he vivido’.