La mayor parte de las organizaciones no son democráticas. Ni probablemente deban serlo, si por democracia entendemos el sistema en el que quienes ejercen el poder lo hacen por mandato y en nombre de sus súbditos. Imagínense una empresa en la que los nombramientos se hicieran de abajo hacia arriba. Tal vez el orden y la unidad de acción, imprescindibles para la buena marcha de la empresa, exigen que reportemos a nuestros jefes, y no al contrario. Lo que funciona bien en los sistemas políticos de las sociedades más avanzadas, no necesariamente es la forma de gobierno deseable en cualquier tipo de organización.
Pero el hecho de que las empresas sean jerárquicas es compatible con un razonable nivel de participación. De hecho, propongo un indicador clave para definir la cultura de una empresa: la tolerancia a la discrepancia. Si nos preguntan qué tal nos llevamos con el contraste de opiniones, seguramente muchos nos mostraremos bastante partidarios de la diversidad de criterios, e incluso aplaudiremos con entusiasmo a quienes discrepan de regímenes totalitarios en países lejanos, y pagan un alto precio por defender las libertades de su pueblo. Otra cosa es que la discrepancia se produzca en la mesa de al lado de nuestro centro de trabajo. Somos muy tolerantes cuando la discrepancia se produce lejos, y no tanto cuando lo que se pone en cuestión son nuestras propias ideas y propuestas.
De hecho, la discrepancia suele suscitar respuestas como las siguientes: «No está alineado…», «Es una persona un poco problemática»… Recuerdo al director de una compañía que afirmaba con énfasis: «Admito todo, menos que me lleven la contraria».
Y sin embargo, si el índice de tolerancia a la discrepancia es igual a cero, la organización se autocondena a una casi nula capacidad de innovación. Lo nuevo surge siempre de la fusión entre elementos distintos. Sólo la diversidad es fértil. En especies superiores, para dar origen a una vida nueva es precisa la conjunción de individuos sexualmente diferentes. Cuando sólo se unen realidades muy próximas o idénticas, se inician procesos empobrecedores y endogámicos.
Uno de los profesionales más creativos que conozco es una persona que no se da demasiada importancia. Es consciente de que sus ideas proceden simplemente de su capacidad para relacionar mundos distintos. A veces pensaba que su cerebro funcionaba de un modo similar a la web, gracias a una forma muy ágil de vincular contenidos diversos por medio de links. No se consideraba un pensador (thinker) sino un «vinculador» (linker).
De hecho, las horas más productivas de su trabajo eran las que no dedicaba a trabajar. Esos tiempos en los que leía poesía, veía los estrenos de la cartelera, aprendía un juego nuevo, viajaba, practicaba un deporte, hablaba con los vecinos del pueblo de su abuelo, etc., le aportaban perspectivas que luego se convertían en su principal fuente de inspiración.
Un apasionante reto para quienes ejercen tareas directivas: encontrar el punto de equilibrio entre el principio de autoridad, imprescindible para la supervivencia de la organización (a corto plazo), y el principio de diversidad, necesario para que la empresa se reinvente de forma constante y sobreviva (a medio y largo plazo) en entornos de negocio cambiantes.