Modelos ideales y liderazgos reales: una paradoja inquietante
Durante las últimas décadas, los modelos de liderazgo promovidos por escuelas de negocios, publicaciones especializadas y consultoras globales han descrito un ideal ambicioso y atractivo. En él convergen atributos como:
- Carácter participativo
- Empatía y escucha activa
- Orientación ética
- Desarrollo de las personas
- Rendición de cuentas
- Aprecio por la diversidad
- Búsqueda de consensos
- Ejercicio de la persuasión más que de la imposición
- Transparencia
Este liderazgo “inclusivo” aparece como respuesta a entornos complejos, diversos y en cambio constante. Se trata de liderar desde la confianza, movilizar desde el propósito y fomentar el compromiso desde la autonomía.
Sin embargo, la realidad que perciben muchos profesionales es distinta. En la esfera política, corporativa e incluso institucional, proliferan liderazgos con una estética y una praxis completamente opuestas:
- Carácter autoritario
- Alergia a los mecanismos de control
- Personalismo y culto al ego
- Arrogancia revestida de autosuficiencia
- Preferencia por la uniformidad
- Comunicación emocionalmente manipuladora
- Populismo como atajo para evitar responsabilidades complejas
Este contraste genera escepticismo. Algunos directivos, ante el “gap” entre lo que se enseña y lo que se ve, comienzan a cuestionarse si esos modelos idealizados son sostenibles o si no se trata más bien de una utopía bienintencionada, ajena a la presión real del poder.
¿Triunfan los líderes que incumplen las reglas?
Lo preocupante no es solo la disonancia entre el discurso académico y la práctica, sino el éxito visible de quienes transgreden abiertamente los valores que decimos defender.
Estos líderes “reales” parecen más ágiles, más eficaces, más conectados con sus bases. No pierden tiempo en construir consensos, ni se detienen ante los tediosos mecanismos de fiscalización. En su narrativa, los procedimientos y la ética son lastres; lo urgente es obtener resultados inmediatos, responder al mercado o a los votantes con gestos contundentes.
La eficacia táctica de este enfoque es innegable. Pero ¿es sostenible? ¿Cuánto tiempo puede una organización soportar la erosión del diálogo, el miedo al error o la instrumentalización de la verdad?
Liderazgo tóxico: eficacia a corto, disfunción a largo
Jean Lipman-Blumen, en sus estudios sobre liderazgo tóxico, señala cómo muchos líderes carismáticos y dominantes consiguen inicialmente grandes logros, pero terminan dejando organizaciones fracturadas, culturas disfuncionales y equipos desmovilizados.
Por su parte, Amy Edmondson ha demostrado que los entornos con mayor seguridad psicológica —donde se puede discrepar, asumir errores y hablar con libertad— son también los que más innovan y mejor aprenden. La relación entre liderazgo y rendimiento no es lineal, pero sí está mediada por la calidad de las relaciones que el líder establece.
Además, un informe reciente de la Harvard Business Review advierte que la creciente tolerancia hacia comportamientos autoritarios en el ámbito corporativo puede estar relacionada con el desgaste emocional generalizado tras años de incertidumbre. En momentos así, la claridad y la contundencia seducen. Pero esa fascinación es efímera.
La verdadera rebeldía: liderar bien en tiempos que no lo favorecen
Ante este escenario, hay quien opta por la resignación. Piensa que los valores del liderazgo inclusivo, ético y deliberativo son un lujo que no podemos permitirnos. Pero hay otra opción: la rebeldía.
No hablo de la protesta airada de quien observa desde la barrera. Me refiero a la rebeldía serena y estratégica de quien ostenta una posición de responsabilidad y, aun así, se niega a imitar los modelos imperantes.
- Quien decide escuchar en lugar de imponer.
- Quien prefiere construir equipos autónomos antes que rodearse de aduladores.
- Quien acepta la pluralidad, el conflicto constructivo y la inteligencia colectiva.
- Quien lidera sin estridencias, sin vanidad, sin atajos.
Este liderazgo no suele ocupar portadas. No genera titulares ni discursos exaltados. Pero deja huella: en la cultura organizativa, en las trayectorias profesionales que impulsa, en la sostenibilidad de sus resultados.
Conclusión: el poder como servicio, no como espectáculo
En una época que premia la espectacularidad y la velocidad, ejercer un liderazgo basado en la integridad, la escucha y el desarrollo del otro puede parecer anacrónico. Pero es, en realidad, una estrategia lúcida. Las organizaciones más exitosas del futuro no serán las que concentren poder, sino las que lo distribuyan inteligentemente.
En ese contexto, liderar de forma humana no es solo una opción moral: es una apuesta estratégica.
Y en tiempos donde el cinismo parece la norma, liderar bien —con dignidad, con responsabilidad, con visión— es, probablemente, el mayor acto de rebeldía.