Aprender a gobernar éticamente con el libro de los muertos

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En innumerables tumbas egipcias se representa a Osiris en su trono mientras observa el juicio final de una persona. El dios cubre su cabeza con una mitra blanca embellecida con dos plumas de avestruz. Sostiene el cetro y el látigo, manifestación de su capacidad de premiar y castigar.

Maat se sitúa al fondo de la escena. Representa la verdad, la justicia, el orden universal, y conduce al difunto al lugar del juicio. Allí esperan Anubis y Horus con una balanza. Anubis es el dios funerario, calificado como el pesador, pues toma el corazón del fallecido, lo sitúa en un platillo y en el otro la pluma que engalana la testa de la diosa Maat.

Horus verifica que el pesaje respete la legalidad. Si el corazón resulta ser tan ligero como la pluma, se salvará del finado, porque fue persona virtuosa. Realizado el proceso, el dios Thot, que luce una cabeza de ibis, representación de la sabiduría, muestra a Osiris el corolario. Si el resultado ha sido positivo, el juzgado es remitido al mundo de Osiris, extensos campos en los que la existencia es réplica del mundo actual ausente de dolor, preocupaciones o achaques. Por el contrario, si la sentencia es condenatoria, Ammyt, demonio en forma de fiera con cabeza de cocodrilo, garras de león y cuerpo de hipopótamo, devorará al malhadado.

No se trata de una prueba a ciegas. El difunto conoce de antemano cuáles serán las cuestiones sobre las que será examinado, porque dispone de un texto que deberá recitar cuando entre en la sala donde Maat espera «para purificarse de todos sus pecados y ver el rostro de todos los dioses». El escrito, con 4.000 años de antigüedad, señala las cuestiones a las que debería haber prestado atención durante su vida mortal. Espigo indicaciones focalizadas en la vida corporativa. Se denuncian políticas retributivas injustas, precios distorsionados, acoso sexual, corrupción, trapicheos, desvío de fondos, comisiones…

 

«Yo no he cometido crímenes contra los hombres (…),
yo no he pretendido conocer lo que no debía conocerse,

yo no he hecho ningún mal […],
yo no he robado al pobre,
yo no he hecho cosas que Dios aborrece,
yo no hice que el siervo fuera castigado por su señor.

(…) Yo no he hecho sufrir a nadie.
(…) No he fornicado ni humillado.
No he manipulado la medida (…).
yo no he aumentado el peso de la balanza,
yo no he adulterado el peso,
(…) Yo no he desviado agua en su estación,
yo no he construido diques para desviar su curso».

 

La ineludible mixtura entre ética persona y ética corporativa (por algunos reducida en la actualidad a mera compliance) ayuda a entender que la técnica sin ética siempre se torna perversa. Enriquecerse mediante el trabajo es razonable ambición. Hacerlo a costa de privar a otros de sus propiedades y/o derechos es punible por ser atroz codicia, con independencia de la bandera ideológica tras la que uno se camufle. La ética no es un opcional, ni una piedra a lanzar para descalificar a un contrario; ¡es el espejo en el que mirarnos para poder afirmar -o no- que somos decentes! Lo sabían los egipcios, pero algunos parecen haberlo olvidado en los últimos tiempos.

Quien desee conocer con más detalle sobre las aportaciones del Egipto faraónico al buen gobierno dispone de mucha más información en Egipto, escuela de directivos (LID Editorial).

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