La existencia de una persona se desarrolla habitualmente en tres etapas concatenadas. La primera se manifiesta con un enfático “¡yo! ¡yo!”. Quien más quien menos considera en su adolescencia física o mental que puede comerse el mundo. Según evoluciona la existencia y vamos tropezando con obstáculos llega el momento de un irrisorio y escéptico “¡yo, ya…!”. Si no mimamos la formación de forma adecuada, y muchas veces es imprescindible coach para lograrlo, nos abatiremos en la fase del “¡ya, ya!”.
El cinismo es el abismo al que se abocan, y muchas veces acaban por precipitarse, quienes no cuentan con alguien suficientemente preparado que les ayude a poner coto a la filtración de desesperanzas. Esta procede con frecuencia de contemplar el comportamiento supurante de desilusiones de quienes envejecen mal. ¡Hay que suturar a tiempo el alma! Los chascos y desengaños de conductas deleznables o sencillamente banales no deberían ahogar, como si fueran aviesas calandrias, nuestros clamores de esperanza. Negarse a ser gregarios y marcarse objetivos meritorios no es expeditamente andadero.
Tal como recojo con detalle en “Entrevista a Aristóteles” (LID, 2023), cada uno de nosotros somos de alguna manera causa sui, causa de nosotros mismos. Somos lo que quisimos ser ayer y mañana seremos el resultado de nuestro comportamiento actual. Así lo analicé en “Causa sui, en Descartes”, tema principal de mi primera tesis doctoral. No, por supuesto, desde el punto de vista ontológico, pero sí desde el operativo.
Las circunstancias influyen -¡bien lo explicó Ortega y Gasset!-, pero gran parte de nuestro desarrollo depende de nuestra aproximación a la realidad. Las dificultades del rodar diario fraguan en algunos escépticos impenitentes, mientras que otros se tornan sabios, gracias precisamente a análogos infortunios. ¡Qué bien lo reveló Víctor Frankl en su inolvidable ensayo autobiográfico “El hombre en busca de sentido”!
Vamos sembrando actos en nuestro devenir cotidiano. Estos mutantes actos, ojalá unificados por un fin valioso, van consolidando hábitos que forjan nuestra segunda naturaleza, aquella por la que somos razonablemente valorados. Ser educados, llegar con puntualidad, tratar con respeto a un interlocutor, domeñar la iracundia, responder en forma y tiempo a un e-mail recibido depende de nuestra urbanidad. Muchos decepcionan desde una pretenciosa organización mientras que otros siembran alegría desde la sencillez.
No se condena a nadie por lo que no puede ser de otra manera. Si una criatura es ciega, auxiliarle con piedad y afecto es la reacción natural de un bien nacido. Si un desaprensivo reacciona desaforado por su incapacidad de controlar impaciencias, con razón se le reprocha.
En cierta ocasión, tratando de excusar a un descocado, musité a una hermana mía:
-¡Es que tiene mucho carácter!
Con aplastante sentido común, me replicó sabiamente:
-¡Carácter tenemos todos! Lo que hay que hacer es modelarlo.
Nadie puede pretender ser líder si inocula en el ambiente los fétidos humores de un temperamento no labrado. Dejarse arrastrar por las propias pasiones, soltar el primer comentario avinagrado o verdibilioso que se viene a la boca no es muestra de gravedad, sinceridad, rigor u honestidad, sino de fragilidad y carencia de potestad sobre las propias pulsiones y carencias.
El liderazgo requiere gabelas comportamentales. La vida sin una tensión a la mejora se torna yerta, yerma y entumecida. La existencia de los líderes acopia una sana tensión hacia un mundo mejor que arranca en procederes individuales que van tejiendo mini mundos menos imperfectos. Aquí sí que puede aplicarse el ilustrado principio del vuelo de la mariposa. De la sana agitación de sus frágiles alas brotarán entornos más oxigenados.
¡Vivir es elegir! ¡Se lidera con obras no con gruñidos guturales, aunque se tinten de presuntamente armoniosos!