El momento fijado eran las cinco de la tarde. Los cuatro involucrados en un contrato de compra-venta nos habíamos esforzado para llegar a la hora acordada. La firma ante el notario no debería demorarse más de cinco o diez minutos. Todo había sido preparado por uno de los presentes, que había facilitado al oficial correspondiente la documentación precisa.
La llegada a la notaría puso de manifiesto que algo no funcionaba. Lograr que nos abrieran las dos puertas sucesivas de acceso llevó más de diez minutos. Luego sabríamos que la persona encargada no había llegado y que los dos oficiales no competían por prestar buen servicio. Superados los obstáculos, nos sentamos en torno a la mesa prevista.
Al afearle su comportamiento, farfulló:
-A veces la firmas se complican
Bastaba un mínimo de olfato para detectar que desparramaba aromas etílicos.
La puntualidad no es un bien menor. Es fundamentalmente una manifestación de respeto a quien se ha de atender. Llegar tarde es trasladar este mensaje: hay alguien o algo que me importa más que tú.
En ocasiones –un atasco, una complicación extemporánea- justifica un tardanza. Ser asiduamente impuntual, salvados específicos sabios que habitan el mundo de las ideas más que el de los humanos, es una reveladora laguna no sólo de tipo profesional, sino de instrucción básica.
Presentarse a la hora pactada es tanto como afirmar: me importas, y por eso he puesto voluntad para comparecer en el instante previsto.
Un profesional que hace esperar de forma usual exhibe exigua valía. Esta carencia se presenta con frecuencia en determinados ámbitos: el médico, el jurídico, el académico…
Las excepciones –repito- son entendibles, pero quien pone en cola a la gente para no tener él que esperar es un desaprensivo, por muy ilustrado o relevante que se crea.
Recuerdo a un galeno que llegó a su consulta, al igual que el notario antes mencionado, con mucho tiempo de retraso y copioso alcohol de más. Al igual que el jurista se chuleó ante los que allí esperábamos. Alguno se lo censuró en público.
«Quizá por la confianza que teníamos, sin mucha claridad verbal por su ingesta, exclamó al verme:
-¡Cómo se ponen por tener que esperar un rato!
La puntualidad –le respondí- es la afabilidad del poderoso. Y tú, aquí eres poderoso para ellos, y también para mí, pues somos pacientes.
Quien habitualmente no es puntual, aunque no lo visualice así, pretende maltratar la dignidad de los demás; en realidad, socava la propia.