La productividad de la IA al descubierto

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«Nada hay tan inútil como hacer muy eficientemente lo que no debería hacerse en absoluto».

Peter Drucker

 

En estos tiempos tan adictos a los titulares deslumbrantes, no es de extrañar que cada día aparezca una nueva promesa tecnológica asegurándonos que ha venido a revolucionarlo todo. La inteligencia artificial generativa no podía ser la excepción.

Inversores eufóricos, consultoras encantadas de facturar y hordas de gurús autoerigidos llevan meses repitiendo el mismo eslogan: la IA es la palanca definitiva para la productividad.

Pero, ay, los datos. Siempre tan testarudos.

Un reciente estudio de la Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER) en Dinamarca —con datos de 11 ocupaciones, 25.000 trabajadores y 7.000 lugares de trabajo— desafía la narrativa imperante: hasta ahora, la IA no ha tenido un impacto significativo ni en los ingresos ni en las horas registradas en ninguna ocupación, con intervalos de confianza que descartan efectos superiores al 1 %.

La reacción en redes ha oscilado entre la sorpresa y el escepticismo, como si la lógica tuviera que ajustarse a la narrativa y no al revés.

A mí, en cambio, no me ha sorprendido en absoluto.

 

Hacer por hacer no es producir

Parte del problema reside en una concepción errónea —aunque ampliamente extendida y aceptada— sobre qué es realmente la productividad en el trabajo del conocimiento. Productividad no es hacer muchas cosas. Ni siquiera es hacerlas rápido. La productividad, como bien apuntaba Peter Drucker, tiene más que ver con hacer bien las cosas correctas.

Y esta afirmación no es gratuita, sino consecuencia directa de dos verdades incómodas que nos cuesta aceptar:

Siempre hay más cosas por hacer que tiempo para hacerlas.
No todas las cosas que hacemos aportan el mismo valor.

Desde aquí se vuelve evidente que el auténtico rendimiento profesional —la efectividad del trabajo del conocimiento— no surge de la velocidad ni del volumen, sino de la calidad de nuestras decisiones: ¿qué hacer y qué no?, ¿para qué se hace?, ¿quién lo hace?, ¿cuándo y cómo se hace?

Y todo eso exige reflexión, contexto y criterio. Tres ingredientes que brillan por su ausencia en buena parte de las organizaciones actuales.

 

Pensar no es escalable

El pensamiento de calidad —ese que permite distinguir entre lo urgente y lo importante, entre lo relevante y lo accesorio— no se puede automatizar tan fácilmente. Tampoco escala con algoritmos ni se acelera con prompts.

Lo paradójico es que las decisiones más determinantes para la productividad siguen tomándose en entornos diseñados, precisamente, para impedir pensar: interrupciones constantes, presión de respuesta inmediata, métricas vacías, culto al «estar ocupado», etc.

Lo llamamos agilidad, pero en muchos casos no es sino ansiedad institucionalizada.

En ese contexto, la IA se convierte en un acelerador de sinsentidos: sí, ayuda a hacer más cosas, más rápido… aunque muchas de ellas no deberían hacerse en absoluto.

¿El resultado? Doing the wrong things, faster. O, dicho de otro modo: amplificamos el ruido en lugar de multiplicar el valor.

 

El sentido, ese gran ausente

No hay duda de que la IA es una herramienta poderosa. Puede redactar textos, resumir documentos, proponer ideas o automatizar tareas rutinarias.

Pero el poder de una herramienta no garantiza su utilidad. Un martillo en manos inexpertas no construye casas: provoca accidentes. La IA no es diferente.

Si no hay claridad previa sobre lo que tiene sentido hacer, sobre las prioridades reales y los objetivos significativos, introducir IA es como subir el volumen en una emisora mal sintonizada: no suena mejor, sino peor.

Producir más basura, más irrelevancia o más decisiones mal informadas no es productividad. En el mejor de los casos, es solo una ilusión de productividad.

Porque el trabajo del conocimiento, por definición, no se basa en repetir, ni en hacer muchas cosas muy deprisa, sino en pensar y decidir. Exige reflexión, juicio y perspectiva. En resumen: exige sentido.

Y ese sentido no lo va a proporcionar una herramienta, por sofisticada que sea.

Solo puede surgir de una mente humana que se detenga a pensar con profundidad, algo cada vez más infrecuente en estos entornos tan devotos de la prisa en los que nos ha tocado vivir.

La IA tiene, sin duda, un lugar en el trabajo del conocimiento. Pero no en el centro.

Al centro hay que devolver algo que muchos han olvidado: el arte de decidir con intención.

Porque el futuro del trabajo no lo marcarán las máquinas que hacen más, sino las personas que saben mejor qué merece la pena hacer, y cómo hacerlo.

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HR Blogger

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