Revisión crítica de nuestro sistema de formación directiva
Muchos años de experiencia en la formación de directivos, en varios países y en numerosas industrias, me dejan unas sensaciones encontradas. Por una parte, reconozco con satisfacción el esfuerzo de tantos colegas que han contribuido a la capacitación de miles de personas llamadas a ocupar posiciones de responsabilidad en sus organizaciones. Hay que destacar también el esfuerzo de la mayoría de las grandes Escuelas de Negocios por adaptar sus programas a las demandas cambiantes de las empresas. Pocas experiencias profesionales son tan gratificantes como comprobar el éxito de personas a las que conocimos años antes como alumnos, gracias a su talento y a su tesón.
Sin embargo, los comportamientos de algunos directivos ponen en cuestión elementos del modelo. Durante décadas, hemos puesto el énfasis en los valores más propios de quienes ejercen tareas directivas. Especialmente, nos hemos enfocado en la competitividad y la eficiencia. Para incrementar el volumen de negocio es preciso ganar cuota en mercados donde se compite duramente por cada punto porcentual de participación. Y para mejorar los márgenes resulta necesario hacer un uso muy eficiente de los recursos disponibles.
La búsqueda a ultranza de la eficiencia nos ha conducido a situaciones de mucha dependencia respecto de proveedores sobre los que tenemos un escaso grado de control. Las recientes caídas de cadenas de suministros a nivel global ponen de manifiesto la vulnerabilidad de empresas o de sectores enteros. Como ha mostrado muy bien Roger Martin, exdecano de la Rotman School of Management, en su libro When more is not better: Overcoming America’s Obsession with Economic Efficiency, la eficiencia llevada al extremo reduce nuestro nivel de resiliencia.
Estrategias de desarrollo basadas en la gestión de nuestras debilidades
La competitividad requiere un proceso de diferenciación. Apalancados en nuestras fortalezas, buscamos ventajas sobre quienes nos disputan un espacio en este mercado. Sin embargo, las estrategias competitivas más asociadas a nuestra supervivencia y al desarrollo de nuestra especie tiene que ver más con nuestra gestión de la debilidad que con el aprovechamiento de las fortalezas. Hace años, Margaret Mead Antropóloga, escritora, maestra, intelectual y feminista estadounidense (1901-1978) fue interrogada por un alumno acerca del primer signo que indica la civilización en una cultura. Tal vez esta persona esperaba oír alguna consideración sobre el control del fuego, el desarrollo de nuevas herramientas, etc. Para su sorpresa, Margaret le mostró la imagen de un fémur soldado tras una fractura. El individuo que sufrió esa lesión quedó incapacitado para cualquier aporte de alimento, y sin embargo su grupo atendió a sus necesidades hasta que este individuo se restableció.
Pero esta ayuda no solo resulta sorprendente en el caso de individuos sanos que quedan temporalmente incapacitados. Es más llamativa todavía cuando se presta a individuos no productivos, tanto de forma temporal como permanente. De hecho, nuestra especie es muy poco eficiente en términos biológicos. Destinamos grandes cantidades de recursos a la atención de niños que no serán productivos hasta que pasen muchos años: somos la especie en la que los nuevos individuos tardan más tiempo en alcanzar niveles básicos de autonomía. Y también cargamos con el peso de atender a millones de personas mayores, que ya no serán productivas en lo sucesivo. Y a pesar de eso (o tal vez a causa de eso), somos la especie que ha alcanzado el más alto grado de desarrollo en el planeta.
Investigaciones más recientes, como la de María Martinón, médica y paleoantropóloga española, directora del CENIEH, describen el hallazgo en Dmanisi (Georgia) de los restos humanos más antiguos fuera de África (1,8 millones de años), entre los que se incluye el de un individuo que perdió la dentadura tiempo antes de su muerte. De nuevo, el grupo atiende a alguien que sin esa ayuda habría muerto mucho antes, ante la imposibilidad de nutrirse de forma adecuada.
En el pasado, la gestión de nuestras debilidades es la que nos ofreció la ventaja competitiva necesaria para desarrollarnos como especie. ¿Cuándo perdimos ese enfoque?
Tal vez en las Escuelas de Negocios deberíamos recuperar esa enseñanza de nuestro proceso evolutivo. Lo describió muy bien Alvin Toffler hace años: “La sociedad necesita personas que se ocupen de los ancianos y que sepan ser compasivos y honestos. La sociedad necesita gente que trabaje en los hospitales, la sociedad necesita todo tipo de habilidades que no son sólo cognitivas, son emocionales, son afectivas. No podemos montar la sociedad sólo sobre datos”.