La aspiración a la afiliación se encuentra inscrita en nuestro ADN. Salvo anómalas excepciones, necesitamos sentirnos partícipes de un proyecto superior a nosotros mismos. Ese afán es conveniente para superar cualquier patológica tendencia al aislamiento. Las puertas de la felicidad se abren siempre hacia fuera.
En el proceso de vinculación a una estructura es pertinente atender a cuestiones clave para que posteriormente no se produzcan descalabros superfluos.
Las marcas tienden a actuar como aquel manto con el que los hijos de Noé procuraron recubrir las vergüenzas de su progenitor tras una borrachera. No existe organización pública o privada que no oculte una colección de fenecidos en sus armarios. Por expresarlo en forma positiva: la perfección no existe, siempre se descubren áreas de mejora. Si se ignora esta realidad, la desbordante ilusión de la juventud puede conducir directamente al cinismo y/o al chasco cuando se percibe que aquellos directivos o estructuras en los que se depositó confianza acumulan limitaciones evidentes.
El compromiso ha de ser pleno dentro de un ámbito acotado. Como aseguraban los clásicos, no debería realizarse el panegírico de nadie –tampoco de una organización- antes de que haya desaparecido y hayan sido recogidas sucesivas cosechas. El paso del calendario tolera una objetividad que los observadores próximos, por buena voluntad que acopien, no pueden jamás adquirir.
El compromiso con una iniciativa –reitero- ha de llevar a entregar lo mejor de uno mismo, pero siempre dentro de lo que corresponde a cada perímetro.
Una existencia armónica ha de equilibrar una pluralidad de afanes: la familia, los amigos, los anhelos culturales-espirituales, y por supuesto el trabajo. Quebrar la ponderación es una incitación habitual, y puede proceder de cualquiera de las cuatro fuerzas en juego. Particularmente en épocas de crisis, los directivos tensan la cuerda para que las mejores energías se vuelquen en la profesión. Esto puede resultar imprescindible en determinados periodos, pero no puede prolongarse sin graves quebrantos para los implicados.
Genera lástima contemplar a personas que todo lo dieron por una organización y luego son descartadas. Surgen entonces gemidos inenarrables cuya causa puede hallarse en los directivos que los explotaron, pero también en quienes no supieron marcar territorio en defensa de su estabilidad. La ambición es buena, pero la codicia es perversa. El término medio sigue siendo la cima. La armonía vital mejora un rendimiento profesional sostenible.
La vida implica una endeble ponderación entre directrices, apetencias, pulsiones… En un momento puntual podría parecer a los menos espabilados que no sucede nada si se quiebra.
Con el paso del tiempo, sin embargo, se verifica que la naturaleza no perdona. Somos lo que queremos llegar a ser. El diseño de la proporción lo hemos de ir concertando, porque nunca es estático. En una primera etapa probablemente será preciso volcarse más en el trabajo, pero sin soslayar los otros puntales. Más adelante, habrá que atender más a las otras columnas, sin por ello abandonar al cinismo o al desencanto las propias responsabilidades profesionales.
Mientras nos quede vida todo está por hacer. Un soneto –y nuestra existencia ha de ser una oda- no lo es hasta que no se culmina. En cada momento podemos y debemos enderezar el rumbo para alcanzar cúspides, sin menospreciar a nadie en el camino. Quienes por un compromiso mal entendido dejan en jirones sus relaciones personales, en vez de haber vivido, se habrán limitado a durar, por muy repletas que queden sus cuentas corrientes.
El triunfo como profesionales no implica el éxito como personas.
El reciente estudio sobre el Estado de Salud de la Empresa española, presentado en la Cátedra de Management de Fundación bancaria la Caixa en el IE encuentra parte de sus fundamentos conceptuales en lo aquí sucintamente expuesto.