En toda organización se dan momentos particularmente relevantes. Uno es, sin duda, el de la sucesión. Algunos directivos, independientemente del grado jerárquico, aseguran no poder retirarse por carecer de alguien que pueda sustituirles. Sólo accidentalmente es verdad. Resulta más frecuente que se haya procedido de forma sistemática a acabar con los posibles delfines para de ese modo aseverar que se es insustituible. Así lo aseguraba, por ejemplo, Hitler. Tal como recojo con detalle en el reciente libro El management del III Reich, el Führer estaba convencido de que no existía nadie en el mundo que pudiera siquiera acercarse a la suela de su zapato. Nadie, salvo él (según él), tenía claro dónde quería posicionar a Alemania y contaba con la suficiente voluntad para hacerlo.
En estos días, los medios de comunicación se han hecho eco de la agitación que para algunos ha supuesto el proceso de sucesión iniciado por el máximo representante del Estado español. Prescindiendo de cualquier interpretación política, existen aspectos que merecen ser analizados por su relevante interés para la dirección de recursos humanos de cualquier organización, independientemente de la época, el país o el sector.
La formación del sucesor debería establecerse en la sección destacada de obligaciones de cualquiera que ocupe posiciones de gobierno. La dificultad es grande, porque es precisa tanta generosidad como humildad para ir desarrollando la carrera profesional de quien en un momento determinado se ocupará de pilotar.
Las estructuras organizativas, cuando han sido diseñadas convenientemente, contribuyen a defender al ser humano de sus veleidades. Es aconsejable –recuérdese la monumental enseñanza de El señor de las moscas– evitar el espíritu demagógico (degeneración de la democracia: el gobierno del pueblo) para resolver cuestiones esenciales. Cuando los temas son importantes y no urgentes es preciso delinear una aristocracia (del griego, el gobierno de los aristoi, los mejores), es decir, gente con criterio para decidir. No todo el mundo puede opinar sobre todo. Puede caerse en el ridículo –es un ejemplo real- de que sobre los planes de estudios de una carrera universitaria puedan opinar los conserjes o quienes se encargan del servicio de la limpieza.
Desde el punto de vista político, no sé si es mejor que España tenga una monarquía o una república. Quizá haya que planteárselo en algún momento. Lo que sí se, es que en cualquier organización, sea pública o privada, las providencias cardinales han de ser adoptadas con sosiego y no como fruto de las impresiones generadas por un vocero insipiente, o un grupo de ellos.
Las instituciones han de servir precisamente, en cualquier organización, para dificultar que una manipulador -se llame Hitler, Mao o Stalin, o sus versiones domésticas- clamando libertad arranque de cuajo la misma. Las experiencias han sido demasiado dolorosas como para no tenerlo en cuenta.
Por lo demás, y acudiendo de nuevo al acontecimiento que empleo como excusa de estos apuntes aplicables al día a día de una empresa, quizá ningún profesional sería mejor presidente de una república que el denominado Felipe VI. Al fin y al cabo, como sería deseable en cualquier proceso sucesorio, es el único que lleva más de cuatro décadas preparándose para el puesto y quien parece a todas luces que más ha aprovechado las lecciones recibidas.
Ojalá los sucesos vividos, y las voces escuchadas sirvan para que todos en nuestras organizaciones diseñemos mejor los procesos sucesorios. No vaya a ser –se da el caso- que solicitemos para otros lo contrario de lo que vivimos en nuestra propia casa o empresa.