Somos lo que no somos. Somos lo que queremos llegar a ser. Labramos nuestro destino en función de las expectativas que cada uno va diseñando. Quien se empeña en señalar obsesivamente lo que no funciona se convierte en un cenizo que repele. Quien es capaz de destacar los aspectos positivos de la realidad aporta senderos luminosos.
Lo malo no es no llegar a cumplir todas las ilusiones de juventud, sino no tener esperanzas que lograr. Hay personas en el ámbito de los Recursos Humanos que encuentran soluciones a cada problema. Otras se especializan en detallar los obstáculos para cada remedio.
El mundo se divide entre quienes facilitan la existencia a los demás y quienes la complican. Debemos preguntarnos si formamos parte del declive o de la salida. Tener ilusiones no es ser quimérico. No alimentarlas es propio de un aguafiestas. La ingenuidad no es opción, pero mucho menos el cinismo.
En los actuales momentos de incertidumbre, los excesivamente realistas no aportan nada. Entre otros motivos, porque el potencial de los intangibles no admite medición. ¿Cuánto vale la sonrisa capaz de conquistar o retener a un cliente? ¿En cuánto se valora el tono desabrido que ahuyenta a potenciales consumidores de mi negocio? ¿Qué precio se pone a provocar despidos interiores con mi mal obrar como responsable de un equipo humano?
Calar en la ilusión reclama disponer de esa inteligencia sentiente definida por Zubiri que luego ha sido simplificada y divulgada bajo el concepto de inteligencia emocional. El entusiasmo no es un sentimiento que haya de relegarse a los infantes. Quien no trabaja con cierta ebriedad espiritual que potencia el esfuerzo por un mañana mejor no explora senderos innovadores.
¿Cuánto vale la sonrisa capaz de conquistar o retener a un cliente?
El diseño del futuro no se ha realizado nunca desde un rancio realismo, y mucho menos desde el pesimismo. Sólo quienes creen –creemos- en la existencia de micro mundos mejores estarán en condiciones de promoverlos. Tener ilusiones no es lo propio de un iluso, sino de un profesional cabal. De diez amenazas, nueve no se cumplen, sentenciaba Churchill. Basta contemplar la hemerotecas del último lustro para verificar que la totalidad de los agoreros han errado profundamente al visualizar la crisis económica.
Todo profesional, y con más motivos quienes centran su actividad en la gestión de personas, ha de tener bien presente que lo más importante de cada uno no se exige, ni se compra, sencillamente se merece. Somos seres proyectivos, y únicamente quienes son capaces de entender el funcionamiento proyectivo del ser humano logrará organizaciones consistentes y sostenibles. Gestionar la ilusión no es un antojo, resulta imprescindible. Y hay que aprender a hacerlo. Vale la pena volver, una vez más, sobre el «Breve tratado de la ilusión», de Julián Marías; y sobre «Ética a Nicómaco», de Aristóteles (LID Editorial).