Con los indispensables matices -¡han pasado cuatro siglos y medio!-, podemos aprender, en los sucesos que ahora espigo, la necesidad de un sano rigor en el ejercicio del gobierno.
Gregorio XIII
El 14 de mayo de 1572 fue nombrado por unanimidad el cardenal Ugo Buoncompagni, nacido en Bolonia en 1502. Había estudiado derecho en la ciudad de su nacimiento y allí ejerció como docente hasta los 36 años. Con gran eficacia desempeñó encargos en España. Al ser elevado al solio pontificio, eligió el nombre de Gregorio en memoria de Gregorio I el Grande, al que admiraba. Sucedía a pontífices con los que tenía en común las buenas intenciones. Sin embargo, no poseía iguales virtudes ni tampoco similar constancia. Enseguida se percataron los romanos, que se aprestaron a sacar partido de su fragilidad.
Gregorio XIII no disponía de la energía suficiente para imponer orden y concierto. Multiplicó ordenanzas y reglamentos, pero no logró hacerse obedecer. Concedía y condescendía. Su inseguridad no le granjeó prestigio. Supo -esto sí- aumentar los ingresos de la curia a fuerza de incrementar el control sin imponer nuevas gabelas.
Su falta de exigencia provocó que los menos aptos cobraran audacia. Roma transitó a poder de los bandidos. Cuando falleció el 17 de abril de 1585, el jesuita Stefano Tucci resumió su pontificado con unas palabras que cubrían piadosamente las carencias: “fue hombre de valía, porque padeció mucho y trabajó mucho”.
Sixto V
Poco después fue nominado Felice Peretti. Optó por el nombre de Sixto V. El embajador de Venecia en Roma afirmó: “si bien no se puede ni es lícito penetrar en los secretos juicios de Dios, la asunción de Peretti al pontificado fue dispuesta por la providencia para librar al Estado pontificio de los ladrones y sicarios que, desde hace largos años, ejercían la tiranía”.
El nuevo papa había nacido el 13 de diciembre de 1521 de padres humildes. Por si alguien lo desconocía, el 27 de abril de 1585 tuvo a bien que se publicase lo siguiente: “el papa, con gran dulzura hace saber a los que lo ignoran su ínfima cuna, como es haber nacido en una cueva, haber pasado su infancia y mocedad en el campo apacentando puercos y cortando leña en el bosque, recogiendo achicoria en la selva, cavando el huerto, barriendo la iglesia, tocando las campanas y cosas análogas”.
A pesar de su humilde origen y dura vida, o quizá precisamente por ello, era persona de nobleza de alma, de firme de carácter y despierto ingenio. Antes de ser coronado, el 27 de abril, hizo colgar de las almenas del Castillo de Sant’Angelo a dos jóvenes que habían sido sorprendidos armados con arcabuces, algo rigurosamente prohibido. Dos días más tarde ordenó la decapitación de un ciudadano de Spoleto que había desenvainado su espada contra un enemigo, comportamiento también vedado.
Desenlace
Gregorio XIII, con su clemencia y falta de resolución, había conducido la ciudad al caos. Los salteadores campaban por sus respetos. Sixto V volvió a poner orden. Terminó con los bandidos e implantó una adecuada administración de justicia. Cesó a los directivos débiles y los sustituyó por otros vigorosos. Ordenó que ciudades y castillos fueran defendidos de los salteadores convocando a todo el pueblo. Licenció a los militares sospechosos de contubernio con los forajidos. Estaba dispuesto a desjarretar a los agresores.
La cifra de cuatreros rondaba los 20.000. Superaban ampliamente al ejército regular del que disponía el Estado. Sixto V no era enemigo de los esparcimientos y no prohibió los carnavales, pero sí de que hubiera indisciplina. Renovó los bandos contra los excesos e hizo levantar una horca, con sogas y garrucha. Recordaba a todos que debían autocensurarse. Los ciudadanos de bien lo agradecieron. Prohibió maltratar a los judíos. Él les tenía admiración por su capacidad empresarial.
A pesar de las inversiones emprendidas por Sixto V para el embellecimiento de Roma, saneó la hacienda. Cada año ahorraba un millón de escudos de oro. El 21 de abril de 1586 elogió en una bula la parsimonia asegurando que es propio del prudente marinero mantener la vista puesta no solo en las tempestades actuales, sino también en las que llegarán. Intimó a sus sucesores a que no gastasen de aquel sagrado depósito, salvo por extrema necesidad como por ejemplo una cruzada, carestía o peste.
Invirtió en obra civil. En concreto, en un manantial que hizo conducir a Roma desde Palestrina. El agua llegó a las fuentes de Roma desde la fiesta de la Natividad de la Virgen de 1589. Desecó parcialmente las lagunas pontinas. Su prematura desaparición impidió culminar ese propósito.
Desafortunadamente, su relación con Felipe II no fue cordial. El papa no contempló con buenos ojos la expedición contra Inglaterra. Temía que, de ganar, tuviera predominio sobre Europa. Solo cuando Isabel de Inglaterra, por quien alentaba errada simpatía, mostró su verdadera cara se acercó a Felipe II para ver si éste podía destronarla y restaurar la religión católica en las islas británicas
Sixto V expiró en pleno ejercicio de su trabajo, el 26 de septiembre de 1590. Algunos locales solo recordaban el incremento de tasas y no todo lo que había hecho por la ciudad. Quisieron derribar la estatua que el Senado había erigido en el Capitolio. Llegaron a tiempo las tropas del condestable Colonna. Pasados los primeros momentos, la memoria de Sixto V perduró en el pueblo como un grande. Él había gobernado honradamente y dejó tanto a la Iglesia como al Estado en mejores condiciones de las que estaban cuando él llegó.