Existe una periódica tendencia a poner de moda conceptos clásicos: algunos gustan de bautizar con nuevo nombre realidades añejas. Es un modo de conceder actualidad. Sucedió con la Responsabilidad Social Corporativa, con el Compliance, con el coaching… Y recientemente ha saltado al estrellato la post verdad.
Es aconsejable desbrozar el terreno para rondar lo nuclear sin dejarse engañar por esas sirenas que, como hicieron con Homero, procuran embrollar lo que es lúcido para tornarlo más seductor.
La verdad, enseñaban los clásicos, es la adecuación del intelecto con la realidad (adequatio rei et intellectus). La verdad consiste en verbalizar sin tergiversaciones lo que sucede; y mentira, lo contrario. Este sencillo y lineal planteamiento, que viabiliza una sociedad sana resulta insuficiente para quienes juzgan que el fin justifica los medios. Para éstos, pertenecientes a tribus hegelianas, engelianas, hayekianas o marxianas, verdad es lo que ahora mismo me interesa aseverar con la función meramente instrumental de obtener mis metas. ¿Y qué sucede si no coincide con la realidad? ¡Peor para la realidad!, responden, parafraseando a Hegel. La verdad deja así de ser fundamento de la confianza en las relaciones humanas para volverse arma de engaño masivo.
Pero, ¿por qué limitarse a manipular el presente, si también podemos tergiversar el pasado?
Se ha sentenciado que un balance admite ser torturado de tal manera que acabe por expresar lo que se pretenda. Es precisamente lo que plantean algunos promotores de lo conocido como post verdad. Ya no existen hechos objetivos, sino interpretaciones más o menos manoseadas. Se protegen tras los presuntos sentimientos, pero puede hacerlo también tras una lógica racional que anhela plantear objetivos espurios sin respetar la ecuanimidad.
¿Es nuevo? ¡En absoluto! La Guerra de las Galias es uno de los primeros grandes ejemplos que tenemos de post verdad. Aquellos textos, dictados en tercera persona por un genocida irredento, trasladan interpretaciones de sucesos contrarias a un juicio imparcial, pero sumamente convenientes a los intereses crematísticos del triunviro Julio César.
¿Y qué apuntar de las películas de vaqueros en las que se sublima obsesivamente la superioridad del hombre blanco y se justifica el exterminio de los aborígenes de lo que hoy en día es Estados Unidos? Asesinos compulsivos impulsados por la codicia, que luego son aprobados –nuevo ejemplo de post verdad- por autores como Acemoglu y Robinson en Why Nations fail: The originis of power, prospertiy and poverty. Mismo texto, por cierto, en el que en un alarde de nesciencia se condena la encomiable labor realizada por miles de españoles en América.
Quizá la responsabilidad sea nuestra por aceptar pasivamente mazacotes fílmicos -¿qué otro calificativo merece la película Oro?-, en las que en un despliegue de sadismo iletrado algunos refutan la benemérita labor de civilización realizada.
Numerosas post verdades que hoy se nos ponen delante son lo que hasta hace no mucho tiempo se hubiera denominado hermenéutica o sencillamente tergiversación.
La post verdad encuentra su humus en la supuesta fantasía de algunos, que hasta hace escasos años se designaba crasa ignorancia.