Modelos de relación laboral en un entorno de incertidumbre ¿Relaciones largas o intensas?

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¿Es la permanencia una muestra de lealtad?

Todas las organizaciones buscan empleados comprometidos. Vale la pena preguntarse qué entendemos por “compromiso”, cuando incluimos este término en discursos, declaraciones e incluso entre los requisitos para el reclutamiento.

Un primer indicador del compromiso es la permanencia. Históricamente, se tiende a considerar que están más comprometidas las personas que se vinculan de forma estable con un proyecto. Si alguien abandona la organización en un plazo más breve del deseable, se le reprocha su falta de lealtad: no ha tenido en cuenta la confianza depositada en esa persona, la inversión realizada para su desarrollo y las expectativas sobre su futuro en la empresa.

En algunas culturas, la permanencia es señal de compromiso por ambas partes: la organización apuesta por las personas, genera un entorno razonablemente seguro y fomenta que las carreras internas sean largas. Los beneficios son evidentes. Por una parte, se aprovecha al máximo todo el esfuerzo de capacitación. Cada euro invertido en el desarrollo de los empleados revierte en la propia empresa. Además, se reducen los costes asociados a la rotación del personal y se produce una fuerte asimilación de los valores y los patrones de comportamiento propios de esa organización.

En esas mismas culturas, el empleado tiende también a permanecer de forma casi indefinida, por la consolidación de determinados beneficios como el importe de la indemnización por despido. También juega a favor de la permanencia una sensación de mayor estabilidad laboral y evitar los costes de periodos ociosos entre un trabajo y el siguiente. Es cómodo, además, que sea la empresa quien se ocupe de diseñar e impartir los planes de formación: son ellos quienes mejor conocen las necesidades de la organización a corto y medio plazo, y tendrán todo el interés para que las acciones de desarrollo estén alienadas con esas necesidades.

Todavía algunas organizaciones plantean sus relaciones laborales a partir de un pacto implícito: ellas se comprometen a crear un marco estable y los empleados, por su parte, apuestan por un desarrollo de carrera en ese entorno.

Un modelo en quiebra

Las crisis globales (sanitarias, económicas, etc.), y las sectoriales quiebran ese modelo. Acuciadas por la necesidad, una solución a veces casi inevitable para las organizaciones es la de reducir su capacidad productiva mediante desvinculaciones colectivas. Más allá de que esos procesos se ajusten a la ley y de que se abonen las indemnizaciones establecidas, esos procesos rompen el pacto implícito. No solo los trabajadores que se van, sino también los que se quedan, son conscientes de que la lealtad estaba condicionada, al menos por una de las partes. ¿Hasta qué punto vale la pena poner toda la vida laboral al servicio de un proyecto, para que en un momento de dificultad se rompa bruscamente esa relación? Los análisis que he realizado sobre las generaciones que llegan al mercado laboral después de estas crisis revelan un profundo cambio de valores. Los hijos del ERE ya no consideran razonable construir relaciones laborales sobre un pacto implícito que la experiencia de sus padres les presenta como algo poco consistente. Prefieren definir esas relaciones en términos transaccionales, en los que se busca un equilibrio entre prestaciones y contraprestaciones. El tiempo de la relación es el presente: ¿qué aporto y cómo se compensa esta aportación?, no el futuro: ¿durante cuánto tiempo podemos seguir juntos? El concepto de recompensa diferida, muy importante en el pacto implícito al que me he referido, se desdibuja. Si la experiencia muestra que las relaciones empiezan y acaban, ¿qué sentido tiene sacrificarme hoy, con vistas a un premio futuro?

Antes, las relaciones se construían sobre una presunción de permanencia. Salvo circunstancias de fuerza mayor, el escenario más previsible era que se mantuvieran a lo largo del tiempo. La incertidumbre provocada por la crisis de 2009 y por la pandemia de 2020-21, induce en quienes han comenzado su carrera profesional en estos años a romper con esa presunción de permanencia.

Sus padres y jefes califican sus comportamientos como poco comprometidos y cortoplacistas. Desde su punto de vista, las nuevas generaciones de empleados no valoran la relación en sí misma, sino solo los beneficios que les genera en el presente, de forma que rompen con facilidad los vínculos, en cuanto sienten que ya no les aportan valor. En realidad, quienes hacen estos reproches deberían pensar si los comportamientos de sus hijos o de sus empleados jóvenes no son más que una respuesta reactiva ante la incertidumbre que les hemos dejado en herencia.

Beneficios del cambio de paradigma

Más allá del conflicto que supone todo cambio de valores, me gustaría destacar algunos beneficios de esta manera de pensar propiciada por las crisis a las que se enfrentan las nuevas generaciones de empleados:

  1. Valoran las relaciones más por su intensidad que por su duración. Se evita así el riesgo de relaciones largas pero de escaso valor, que con frecuencia conducen a la rutina y la burocracia.
  2. Asumen un mayor protagonismo sobre sus vidas y sus carreras. Sienten que el entorno es menos “protector” y se ven obligados a desarrollar al máximo su potencial.
  3. Siguen siendo comprometidos, aunque dan a este término un significado diferente. El compromiso deja de ser la permanencia inercial en un marco de relación, independientemente del valor que se aporten recíprocamente las partes, y se pone el énfasis en la innovación y la creatividad.
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