«El volumen y la complejidad de lo que sabemos ha superado nuestra capacidad individual para ofrecer sus beneficios de forma correcta, segura o fiable.»
Atul Gawande
Por qué fracasamos en lo que nos proponemos
Por frustrante que pueda ser admitirlo, los seres humanos estamos muy lejos de ser infalibles. Ahora bien, las causas de nuestros fracasos son diversas y, en muchos casos, podemos actuar sobre ellas para evitarlos o, al menos, para reducirlos.
La primera causa del fracaso humano es la incapacidad
Hay cosas y situaciones que, sencillamente, somos incapaces de evitar, bien porque exceden nuestra capacidad para comprenderlas, bien porque, aunque las comprendemos, no podemos actuar sobre ellas ni cambiarlas.
La segunda causa del fracaso humano es la ignorancia
A diferencia de lo que ocurre con la causa anterior, en este caso sí seríamos capaces de evitar el fracaso, si supiéramos cómo hacerlo. Fracasamos porque desconocemos total o parcialmente qué hay que hacer o cómo hay que hacer para obtener el resultado deseado.
La tercera causa del fracaso humano es la ineptitud
Esta es probablemente la más frustrante y dolorosa de las tres causas, ya que es la más fácil de evitar y, paradójicamente, la más frecuente. Ineptitud significa disponer del conocimiento sobre qué o cómo hacer para lograr un resultado determinado y de la capacidad para hacerlo, pero fracasar, a pesar de ello, por no aplicar correctamente lo que sabemos.
Las causas del fracaso han cambiado
Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la vida de las personas se ha visto afectada principalmente por fracasos asociados a la ignorancia. Hasta hace muy poco tiempo, ignorábamos qué hacer o cómo hacer para lograr los resultados que queríamos en áreas tan críticas como la salud, por citar una de ellas.
Sin embargo, y en tan solo unas décadas, la cantidad de conocimiento que la ciencia nos ha proporcionado ha sido de tal magnitud que ha cambiado por completo esta tendencia histórica. Este cambio nos ha llevado a una situación sin precedentes en la historia de la humanidad, en la que las causas de fracaso atribuibles a la ineptitud son tan numerosas como las atribuibles a la ignorancia, e incluso superiores en muchos casos.
Las repercusiones sociales de esta nueva situación son importantes y nos enfrentan a un reto de considerables dimensiones. A fin de cuentas, el fracaso por ignorancia es algo que se puede entender y perdonar, ya que es difícil exigir más a quién ha hecho todo cuanto estaba en su mano, pero el fracaso por ineptitud es imperdonable.
A más conocimiento, menos ignorancia y más ineptitud
El desarrollo científico y tecnológico ha conllevado también que el mundo que nos rodea sea cada vez más complejo. Es un peaje inevitable. Por ejemplo, los primeros aviones eran mucho menos seguros que los actuales, pero indudablemente más sencillos. En este y en la mayoría de los casos, el conocimiento se ha traducido simultáneamente en una mejor prevención del fracaso, pero también en un mayor grado de complejidad.
El problema de la complejidad es que supera la capacidad del ser humano. A partir de cierto nivel de conocimiento, la complejidad asociada a su aplicación es tan considerable que el riesgo de fracasar por aplicar mal lo que se sabe comienza a ser relevante.
Nos encontramos así ante una situación paradójica en la que el aumento de conocimiento reduce el fracaso por ignorancia, pero aumenta el fracaso por ineptitud.
Frente a esto, el fracaso por ineptitud en entornos altamente complejos generalmente no se castiga, por entenderse inevitable. En su lugar, y en vez de probar estrategias alternativas, se intenta reducir – infructuosamente – aumentando la cantidad de conocimiento y experiencia de los profesionales que trabajan en estos entornos.
La formación en tiempos de extrema complejidad
La forma más habitual de abordar el reto que plantea la extrema complejidad es la hiper-especialización. Parece lógico. Si reducimos el campo de conocimiento, compensamos de algún modo el aumento incesante de conocimiento.
Esta tendencia hacia la hiper-especialización cada vez va a más. Por ejemplo, de los primeros cirujanos, a los cirujanos especialistas y de estos a los super-especialistas, que ya no se limitan a operar un órgano en particular, sino a hacerlo únicamente en tipos específicos de intervenciones.
Sin embargo, esta supuesta solución ha demostrado no serlo. Las limitaciones humanas siguen ahí, y la complejidad también, por mucha hiper-especialización que haya.
Lo cierto es que los fallos graves existen en todos los campos y los cometen todos los profesionales, incluso las personas mejor preparadas y más experimentadas.
La solución al problema de la extrema complejidad la explica el doctor Atul Gawande en su libro «The Checklist Manifesto», en el que documenta todo lo expuesto anteriormente con múltiples ejemplos.
La solución a este problema no es más formación ni más especialización, sino que requiere de un profundo cambio de paradigma. Un cambio que se enfrenta al reto añadido de chocar frontalmente contra el ego de los profesionales, por su simplicidad, ya que a mayor especialización y dominio, mayor ego y mayor resistencia a admitir soluciones sencillas para problemas complejos.
La clave es aprender a usar la herramienta número uno de cualquier persona que se dedica al trabajo del conocimiento: el cerebro.
Aprender a usarlo significa conocer y entender sus limitaciones, porque eso nos permite contrarrestarlas aplicando estrategias de eficacia probada por la neurociencia.
Hablamos de adoptar técnicas sencillas como externalizar la memoria, fragmentar los resultados o desarrollar diversos hábitos de revisión. Prácticas que están al alcance de cualquiera y que han permitido en los últimos años evitar los accidentes aéreos por error humano o reducir drásticamente las infecciones postoperatorias.
Se trata, en definitiva, de desarrollar una nueva competencia transversal, la efectividad personal, para poder extraer el máximo beneficio de nuestros conocimientos de una forma correcta, segura y fiable.