Animo a quienes me rodean a enamorarse de la normalidad, evitando la fascinación por acaecimientos caprichosos. Hace algunas semanas, mi hija Sofía me preguntaba por el origen de esa insistencia.
Corría la década de los 70 del siglo pasado. Cursaba mis estudios de BUP en el colegio de los escolapios en la calle Conde de Peñalver, en el barrio de Salamanca, en Madrid. Ese centro era y es pilotado por los seguidores del aragonés san José de Calasanz. Casualidades de la vida, tras muchos años de vivir o surcar múltiples países de cuatro continentes (lo sigo haciendo), en la actualidad y desde hace una década, mi despacho se encuentra a doscientos cincuenta metros de ese entrañable inmueble en el que fuimos formados miles de españoles.
Aquellos entregados religiosos, además de la formación prevista por el Ministerio de Educación, ampliaban su oferta cultural y deportiva a los alumnos. Entre otros, estuve integrado durante largos periodos en el club de lectura, actividad que me apasionaba y que me acompaña hasta el presente. Con acierto señalaba Teresa de Jesús que para timonear la propia vida es preciso leer mucho, pues quien no lo hace acaba siendo gobernado por otros. Estudiar es uno de los instrumentos para soslayar el empeño de muchos de destacar en mediocridad.
Animado por un amigo de mi padre, comencé a frecuentar un movimiento, otrora floreciente y hoy en caída libre. Ofrecían formación complementaria a muchachos con inquietudes intelectuales. Fue Manuel, licenciado en Física y directivo de aquella organización, a quien escuché que son más felices quienes disfrutan con la normalidad, frente a aquellos que anhelan coordenadas privativas. Desde entonces reflexiono sobre lo importante que es saborear el día gris, pues, entre otros motivos, es el más habitual. Incluso para quienes, como es mi caso, hemos tenido la fortuna de viajar de manera reiterada y de vivir imponentes aventuras en distantes rincones del globo.
Años más tarde, trabajando en Italia, redescubrí el mismo concepto en la novela de Dino Buzzatti Il deserto dei tartari. Eugenio Corti, con quien llegué a entablar amistad, apuntaba en la misma dirección en su dilatada y en parte ficcionada autobiografía Il cavallo rosso.
Directivos o no, millones de personas centran sus ilusiones en futuras vacaciones, viajes o eventos singulares. Es evidente que todos tratamos de huir de la rutina en busca de sensaciones placenteras. Sin embargo, resulta más reconfortante lo excepcional cuando somos gozones de la naturalidad.
El sentido más usual de la palabra rutina se refiere a la desanimada reiteración de obligaciones que acaba conduciendo al hastío. Pero, ¡podemos vivir con la motivación intrínseca consistente en hacernos mejores personas! Y con otra trascendente: crear las condiciones de posibilidad para que quienes interactúan con nosotros disfruten de experiencias diferenciales y nunca sean recolectores de nuestras amarguras.
¡Qué disímil hubiese sido la existencia del protagonista de Il deserto dei tartari si, en vez de permanecer en atenta espera de contingencias que nunca acaecieron, hubiera centrado sus jornadas en desarrollar una digna labor subjetiva! Es decir, empeñarse en hacerse mejor persona cada veinticuatro horas, más allá de su trabajo objetivo. A saber, reiterar actos en espera de la prometida retribución.
Los frutos profesionales y personales serán más abundantes si recordamos, parafraseando al filósofo danés, que las puertas de la felicidad se abren hacia fuera y que quien intenta forzarlas hacia dentro lo único que logra es cerrarlas más fuertemente.
La felicidad es amar mucho lo que uno tiene y no vibrar en la perturbadora perspectiva de culminar cimas extravagantes. Cuando lleguen, bueno será, pero los aplausos de un premio -por poner un ejemplo- se apagan pronto. Quien se lleva bien consigo mismo y asume sus circunstancias vitales y profesionales se engolfará en el regocijo de ser criatura humana.