En los últimos meses, diversos medios han hecho referencia a un estudio elaborado por la Universidad de Harvard sobre la felicidad propia de los sexagenarios. Se han sucedido interpretaciones más o menos simpáticas. Entre otras cuestiones, se destaca que quienes hemos superado el sexto escalón nos hallamos en una edad en la que se nos ve experimentados. De un modo u otro, bastantes han logrado aquello a lo que aspiraban hace seis décadas. Los prejubilados no acuden al trabajo y un buen número disponen de una pensión aceptable y una vivienda en propiedad. No es obligatorio regresar a una hora determinada exógenamente impuesta.
Acopiamos mayores vivencias y, en múltiples casos, hasta festoneadas de discernimiento. El cerebro gira, quizá, más parsimonioso por exceso de datos. Es como si el disco duro de un ordenador se ralentizara porque está repleto de archivos. Nuestro cerebro no es más débil, pero ha acumulado más información. Se anhela, en general, aportar sin enchinarrar.
Algunos prosiguen la chanza señalando que los alimentos han de ser:
- Verduras y frutas frescas.
- Marisco gallego.
- Nueces (con o sin nata y helado).
- Huevos (tortilla de patatas, sin cebolla).
- Pescado y carne (merluza de pincho, rodaballo, bacalao al pil pil, vaca vieja madurada, angus).
- Aceite de oliva Virgen Extra.
- Jamón de jabugo.
- Y, principalmente, lo que más apetezca en cada circunstancia, siempre que el bolsillo lo permita.
Tres cosas hay que procurar dejar de lado:
- La edad
- El pasado
- Los quebrantos y lamentos
Las realidades más importantes:
- Cuidar a los amigos que han sabido estar ahí no solo cuando triunfábamos, sino en momentos de baches durante el recorrido, sin caprichosas volubilidades.
- Proponer planteamientos positivos, soslayando los perjudiciales, que deprimen. Nunca obrar como alendajos de negatividades.
- Vivir el presente como maravillosas experiencias en las que gozar.
Quienes seguimos en plena actividad profesional y nos es viable procuramos vivir una etapa dulce en la que las aportaciones no son quizá tantas como en el pasado, pero sí más sustanciales. ¡Qué profunda alegría me produce cuando, con una frecuencia gracias a Dios no pequeña, recibo mensajes por medio de cualquiera de las redes sociales de antiguos alumnos o subordinados de empresas que agradecen los consejos recibidos hace años y solicitan otros nuevos para el presente! Todo con cercanía y normalidad sin lucir ningún tipo de entorchado, sin asnal gravedad.
Hace algunas semanas, un amigo añejo, propietario de decenas de colegios, definió esta fase como la edad de la nostalgia: periodo para seguir disfrutando de buenas conversaciones, quizá más prolongadas, y de generar reflexiones que conjuguen la frescura con la pericia.
Sigo impartiendo conferencias a ambos lados del charco, pilotando procesos de coaching, asesorando comités de dirección… Embarcado estoy, además, en una pluralidad de retos intelectuales que irán viendo la luz en forma de libros. En paralelo, me gusta releer textos e investigaciones que he generado. En “Jesuitas, liderar talento libre” (LID) recojo una sabia recomendación de Ignacio de Loyola: acierta quien combina equipos de críos y personas de edad. Los primeros aportan energía y los segundos sabiduría. Ambos han de tener claro el terreno de juego. Cuando así se logra, los frutos son inestimables.
Ahora, a muchos, en lo personal y en lo profesional, nos toca aprender a ser mayores. O, por proseguir con la guasa, menos jóvenes. Quienes lo logren serán felices en el tiempo que quede por recorrer a cada uno.