En los últimos años vengo empeñándome en empatizar de forma intelectualmente rigurosa con personajes relevantes. Comprender los razonamientos de líderes y manipuladores genera colosales enseñanzas para el management. Inauguré con el mayor sabio griego en “Entrevista a Aristóteles” (LID), proseguí con el segundo mayor asesino de la historia en “Entrevista a Stalin”. Ahora lo acabo de hacer con el denominado Libertador, en “Entrevista a Simón Bolívar” (Kolima, 2025).
Bolívar es un personaje impar. Sin él, Colombia, Perú, Ecuador o Venezuela no pueden entenderse. Tal como señalo en la presentación de la larga conversación que he mantenido con él, Bolívar fue un soldado que, por la intensidad de la tentación de alcanzar gloria, no aprendió a regir. Le faltó visión estratégica e integridad. No logró culminar su propósito de ingeniería social, como tampoco su empeño supremacista. Su tentativa de republicanismo, lastrado por su intento de presidencia vitalicia, se estrelló contra la codicia de sus conmilitones. ¡Cuántas semejanzas con organizaciones del siglo XXI en cualquier rincón del planeta!
La corona española había brindado, aun con limitaciones, una protección legal y práctica a los más necesitados, a menudo articulada por la Iglesia. Si alguien ha maltratado a los aborígenes han sido las élites hispanoamericanas tras la independencia. Sorprende a los estudiosos de ambos lados del Atlántico, entre los que destaca el mexicano Juan Miguel Zunzunegui, que España siga fungiendo como chivo expiatorio para camuflar los crímenes de los mandatarios americanos que contemplaron y contemplan a los indígenas como seres de segunda categoría. En los numerosísimos viajes que he realizado por esas tierras desde 1991, he escuchado en múltiples acentos hispanoamericanos frases de descrédito sobre sus coterráneos que me apenan.
Bolívar, como cualquier directivo, se benefició de los errores de su competencia. En este caso, de España. Las imposiciones borbónicas, en su mayoría dictadas por la pésima situación económica y la complejidad política a causa de la sanguinaria invasión napoleónica, fueron las mejores aliadas del caraqueño. Con sus proclamas, en una extraordinaria actividad propagandística que sigue asombrando por su vigor —era buen lector y mejor escritor–, Bolívar instauró una imagen de sí mismo de la que se serviría hasta el último día. Ni Julio César en su Guerra de las Galias, ni Napoleón con sus artículos dictados para ser leídos en París lo hicieron mejor desde el punto de vista de la comunicación.
Nada hubo parecido a esa apelación emocional en el bando peninsular. Peninsular y no español, porque españoles eran los líderes de ambos bandos. Los realistas, tras unas reformas insuficientes, despacharon aquel enfrentamiento sin ganarse los corazones de los implicados. Entre las barbaries ordenadas directamente por Bolívar, destaca la ejecución a machetazos, en 1814, de ochocientos prisioneros y enfermos españoles en el hospital de La Guaira. Fueron, en fin, enfrentamientos de españoles contra españoles, unos peninsulares y otros americanos. O de americanos contra americanos, unos criollos y otros pardos. Todos españoles por sus ancestros y algunos americanos por su cuna. Los nativos fueron los verdaderos derrotados.
La historia de Bolívar despliega mucho de novelesca. Su jactancia herida, de la que brotó su afán, se camufló en la altísima estima que sentía de sí mismo. Sus fortalezas son debilidades y viceversa. Su anhelo de gloria y la abrumadora confianza en sí mismo fueron su perdición, como en tantos directivos que olvidan que la primera y esencial habilidad comportamental ha de ser la humildad. De todo esto mucho sabía Lotario dei Conti di Segni (futuro Inocencio III), quien escribió en los albores del siglo XIII: “tan pronto como el ambicioso es promovido al honor, se exalta en soberbia y se desboca en jactancia; no se preocupa de ser útil, sino que se gloría en mandar; presume ser mejor porque se ve superior. Pero no hace bueno el rango, sino la virtud, no la dignidad, sino la honestidad. Desprecia a los amigos anteriores, ignora a los conocidos, reconoce a los extraños, desprecia a los antiguos compañeros. Vuelve el rostro, levanta la mirada, erige el cuello, muestra altanería, habla grandiosamente, medita en grandezas, no soporta estar bajo alguien, se esfuerza por mandar, es hostil con los superiores, gravoso con los inferiores. No soporta lo molesto, no difiere lo concebido; es precipitado y audaz, glorioso y arrogante, grave e importuno”. Esto, en el siglo XIII, en el XIX y en el XXI.
A lo largo de los últimos treinta y cinco años, he visitado el templo en el que Bolívar se casó en Madrid, sus residencias en Colombia y Venezuela, los jardines en los que se solazaba, enclaves donde se reunió o la ventana por la que escapó en Bogotá de ser finiquitado tras su enésimo relajo amatorio con Manuela Sáenz. Su figura sigue atrayendo. Cada cual, tras leer la entrevista, saque sus conclusiones.