Alfredo levanta la mirada del reportaje que está leyendo. Le inquieta el hecho de que ese texto haya captado su atención. El texto describe situaciones a las que se siente totalmente ajeno. Además, no comparte para nada el punto de vista de las personas entrevistadas.
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“El término alexitimia (del griego a: no; lexis: palabra; thimos: afectividad) fue acuñado en 1972 por el psiquiatra estadounidense Sifneos en su libro Psicoterapia breve y crisis emocional (Harvard Publishing). Se trata un tipo de anomalía asociado a la represión de las emociones. Produce trastornos somáticos (alteraciones gastrointestinales, jaquecas, mareos, vértigos) y con escapadas de evasión hacia las drogas, químicas (alcohol y otras sustancias) y no químicas (trabajo, Internet, juego)”.
En primer lugar, piensa Alfredo, no está claro que una razonable reserva sobre las emociones suponga una anomalía. Aún más, secretamente desprecia a los que exhiben lo que sienten en su entorno profesional. Él trabaja nueve o diez horas al día como gerente de una compañía del sector del transporte. ¿Acaso se pueden mover toneladas de carga, con una gran presión sobre las condiciones de entrega y los costes del servicio, dejando espacio para desahogos sentimentales?
Desarrollar la actividad profesional en condiciones de estrés requiere temple y autocontrol. Alfredo admira a las personas que cumplen su obligación sin demandar una palabra de ánimo o un gesto de reconocimiento. Él sabe bien que detrás de un trabajo bien ejecutado hay sinsabores y momentos de tensión. Sin embargo, parte del sueldo se justifica por la capacidad de sobrellevar esas situaciones con entereza. Su propia etiqueta profesional admite como único contacto físico el apretón de manos cuando lo exigen las circunstancias. Nada de palmadas ni otras efusiones más propias de escolares y adolescentes. Su concepto de cortesía no incluye tampoco el interés por la situación personal de colegas y subordinados. Cuando escucha en el trabajo conversaciones sobre familia, relaciones, estado de salud de personas allegadas…, piensa que esto parece más un cotilleo de vecindario que una empresa.
Alfredo no se considera una persona insensible. Sólo él sabe cuánto impacto le han producido algunos acontecimientos: el nacimiento de su primer hijo, el grave accidente de su hermana pequeña, los vaivenes en la relación con su mujer. Siempre ha llevado a gala que el día en que murió su padre sólo se ausentó una hora de su puesto, y nadie le vio derramar ni una lágrima. Pocos adivinarían que tras, su rostro impenetrable, se esconde una persona sensible ante una obra de arte o ante una pieza musical. Ahora bien, para él, la expresión de las emociones es una muestra de debilidad.
Analfabeto emocional
Ya conocía la expresión a través de libros y conferencias. Un analfabeto es alguien incapaz de interpretar un código de comunicación. Si calificamos esa carencia con el adjetivo “emocional”, es obvio que nos estamos refiriendo a la dificultad para leer las señales que otros nos envían acerca de su estado anímico, sus sentimientos, etc. Por los recuerdos que conservaba sobre este asunto, el analfabetismo emocional es compatible con una capacidad racional sobresaliente. Se trata simplemente de una falta de sensibilidad, característica de personas que no miden el efecto de sus palabras o comportamientos.
Alfredo no entendía el sentido con andarse con contemplaciones en un entorno laboral. Cuando el negocio lo había requerido, él mismo había sabido pasar por altos sus emociones y actuar sólo por razones prácticas. ¿No tiene acaso suficiente autoridad para pedir eso mismo a sus colaboradores?
Tomar en consideración las emociones ajenas supone para Alfredo una mezcla aberrante de planos. “En el trabajo —decía— se habla de trabajo, con la cabeza y la calculadora, y fuera cada uno expresa los sentimientos que le parezca”. De hecho, Alfredo se considera un buen comunicador. Precisamente por su capacidad de poner entre paréntesis la dimensión personal de sus empleados, se sentía más libre para hablar con claridad y concisión. Solía preparar sus frases de forma que resultaran inequívocas y precisas. Prefería la instrucción o la orden, antes que el comentario valorativo. Si pedía información, cortaba rápidamente los circunloquios. Había acostumbrado a su equipo a transmitir sólo los datos relevantes. En cuanto una persona llevaba trabajando unos días con él, aprendía a manejar el lenguaje de forma casi telegráfica, y siempre en el marco del negocio.
Estaba orgulloso del modo en que se autoimponía (e imponía a otros) estas prácticas de comunicación tan adecuadas desde el punto de vista profesional. Sólo le inquietaba el hecho de que estos hábitos, tan arraigados, se proyectaban en otras dimensiones de su vida. La máscara, con la que ocultaba el impacto emocional de los acontecimientos que vivía, permanecía pegada a su rostro cuando salía del trabajo. En casa también se mostraba bastante imperturbable, con el fin de mantener su autoridad como marido y padre. “Es mi responsabilidad —pensaba—, otros se pueden permitir el lujo de mostrar abiertamente lo que sienten, pero yo no me lo puedo conceder”.
Alfredo no pudo evitar que todo este conjunto de reflexiones al hilo de la lectura del reportaje le pareciesen una concesión emocional que sólo se podía permitir en el ámbito privado. Nunca reconocería que su rostro imperturbable y su figura hierática pudieran albergar reflexiones de esta índole.